El salvaje erotismo de la rutina deprava las yemas de mis dedos cada vez que apago el despertador. Me olisquea durante el desayuno: ella es café por el placer de deslizarse por mi esófago; se arropa en mis intestinos y me besa. Suspira en mi ombligo, lame mi vientre. Me promete, entre susurros exasperados, estabilidad y seguridad.

Me preparo para copiar inútiles artículos del código civil, y dejo que el bolígrafo pase su lengua por el folio, dejando un rastro de tinta azul. Mientras, la rutina pasa la suya por mi rostro, esculpiendo con saliva sus leyes en mis ojeras.

A la hora de comer, no sé si soy yo la que mastica la carne o si es ella la que me desmenuza a mi. Primero me cata y me mordisquea delicadamente una oreja. Me gusta como lo hace, hasta que -¡Ay!- ¡Me ha mordido un hombro!

A medida que avanza la tarde, desaparezco. Me falta un dedo, y me ha arrancado de un mordisco el brazo derecho. Lo hace bien: me gusta mucho sentir como me engulle, el tobogán de su esófago me resulta muy divertido. Además, me siento tan segura entre las paredes de sus intestinos... En la cena, solamente me queda el antebrazo izquierdo y un trocito de mi cuello. Sobre su plato, que no tarda en devorar.

Por la noche, ella quiere hacer el amor. Todavía no sé a quién; yo ya no existo. Seguramente, terminará por masturbarse. 
El cielo surca mi estómago
a unos 800 km/h aproximadamente

Monarca de los idiotas

Empapada en alcohol
trepo por tu garganta,
me clavo en tus cuerdas vocales
para, finalmente, encumbrarme exhausta en tu boca.

No deberías dejar que te corone tan fácilmente.
Soy una solemne tontería,
y tú el idiota soberano.
Y, ¿Quién será ahora tu pueblo?